DECLARACIÓN POST-SINODAL
DE SU SANTIDAD ALEJANDRO IX
Siervo de los Siervos de Dios
SOBRE LOS CRÍMENES CONTRA LA NATURALEZA Y EL ORDEN DE DIOS Y LAS CONSECUENCIAS DE ESTOS.
Iluminados por la Gracia de Dios, Nos, Alejandro IX, Siervo de los Siervos de Dios, en virtud de Nuestro Altísimo Cargo convocamos a este II Sínodo de Mar del Plata a fin de oír a los obispos, legítimos pastores de la Iglesia de Dios sobre los problemas pastorales que existen en la actualidad. Los Padres Sinodales han elevado sus referencias a las calamidades y catástrofes que se han propagado por todo el mundo: terremotos, maremotos, tornados y epidemias entre otros. Los fieles recurren a los obispos y éstos, llamados por Nos, Vicario de Cristo, tenemos la obligación de dar una respuesta positiva e indicar la manera de actuar ante estas calamidades.
¿Cómo enfrentar entonces las catástrofes que se arremeten contra el mundo si no es como un signo de Dios? Las epidemias que hoy azotan a la humanidad son una señal que Dios nos envía para recordarnos que somos mortales, que nuestros cuerpos son frágiles y que, al desviarnos de la Senda Recta que él ha marcado como la correcta, somos merecedores de la ira. Lejos debe estar de nosotros culpar a Dios por las muertes, como hacen los incrédulos y los perdidos, antes bien, debemos agradecer a Dios, temerle y rogar que tenga a bien elevarnos de nuestro miserable estado para poder contemplarle cara a cara.
Los Padres Sinodales, junto con Nos, ha reafirmado como verdad católica y como signo de labor pastoral que es necesario despreciar el cuerpo, frágil envoltura del Alma. No tememos por el cuerpo, antes bien, tememos por nuestra alma, porque hay Uno que puede salvarla, pero también puede arrojarla al fuego inextinguible. Vemos los sufrimientos del cuerpo como un castigo o una prueba de Dios que debemos llevar como una penitencia por nuestros pecados.
Enfermedades terribles hoy destruyen miles de vidas, es cierto, pero ¿Que vidas merecen ser vividas en estas circunstancias. Las enfermedades de transmisión sexual son el mejor ejemplo. Quienes las padecen son merecedores de los castigos más horrendos. La ira de Dios contra ellos es justísima, ya que son víctimas de sus propios vicios y sus corruptas almas, alejadas de Dios, expresan en su cuerpo el horror del pecado. Ninguno que padezca estas enfermedades, adquiridas por la caída en los placeres sensuales puede ser considerado inocente, al contrario, su culpa es manifiesta, de la misma manera que las autoridades estatales que no los separan de la sociedad y no arbitran los medios para erradicar el degenerante modo de vivir de muchos. El Estado moderno, alejado de la Gracia de Dios, elevado y construido sobre los ideales miserables de la usura y las falsas libertades masónicas trata de imponer a todos los hombres su corrupción, pero algunos, unos pocos, los miembros de la Iglesia resisten, combaten y denuncian estos males.
Quizás, el mayor de todos estos males sea la homosexualidad, el pecado más abominable que reduce al hombre a una bestia, menos que un animal. El II Sínodo de Mar del Plata repudió aquella tesis según la cual la Iglesia condena al pecado y no al pecador, puesto que pecado y pecador son la misma cosa. El Pecador, alejado de la Gracia de Dios todo él es pecado y siervo del Demonio, salvo si Dios, por su infinita bondad decide salvarlo.
Es una verdad que debe ser creída y mantenida que los homosexuales han desfigurado a nuestra sociedad. Se infiltraron en la Iglesia mucho antes que el Conciliabulo Vaticano II y no se detuvieron hasta esparcir su veneno y maldad. El dolor y el horror de sus acciones reclama hoy, tanto como ayer la sangre.
Entre las enfermedades más graves y de mas amplia propagación se encuentran las de transmisión sexual. El mundo y sus amantes, todos hijos del demonio reclaman a la Iglesia la tolerancia en el uso de los condones, so color de evitar que se propaguen enfermedades como el SIDA, sífilis o formas de la Hepatitis. ¿Puede acaso la Iglesia consentir el pecado para evitar que la ira de Dios y el justo castigo afecta a los contaminados con el Vicio? Todo lo contrario. Corresponde a la Iglesia la misión de predicar contra los males, especialmente los males modernos. La promiscuidad es uno de esos males, la lujuria el pecado del Siglo.
La Santa Iglesia, congregada para reafirmar su tarea pastoral en el II Sínodo de Mar del Plata reafirma que es un grave pecado contra la naturaleza el promocionar el uso del preservativo o condón. Antes bien, los pastores están obligados a predicar la abstinencia y la castidad según el estado de cada cual. Nos, reafirmamos que los obispos tienen la obligación de instruir a los fieles, así como los sacerdotes en cada sermón sobre el rechazo absoluto de la Santa Iglesia Católica respecto al denominado «sexo seguro». Debe ser erradicada de entre nuestros fieles la horrible idea de «libertad sexual».
El Sínodo ha facultado a los sacerdotes a retener la absolución a todos aquellos que sean incontinentes. Debe rechazarse de manera absoluta que la homosexualidad es una enfermedad, al contrario, es un pecado y como tal una desviación de la Ley y el Orden de Dios, una rebelión contra el Espíritu Santo, una profanación contra la creación, de una gravedad tan grande que, justamente, Dios reclama el derramamiento de sangre por ella. El Santo Padre ha llamado, según la tradición a la homosexualidad como «vicio abominable», el «pecado innombrable», la «monstruosidad del Siglo».
El Sínodo reafirmó que la homosexualidad es un mal que debe ser combatido y erradicado. Es por ello que la homosexualidad será castigada con la excomunión y quienes la hayan practicado no podrán acercarse al Altar ni recibirán ninguna gracia de la Iglesia a la que insultan y desprecian, como insultan y desprecian a Dios con sus abominaciones.
Prueba de la gravedad de este mal es que el Señor envió grandes enfermedades y epidemias que afectaban a estos infames pecadores. Pero la lujuria, el vicio y la locura hicieron que estas epidemias, señales de la Ira del Señor afectara a otros... a unos Dios los castigó, a otros los probó. Quienes fueron castigados merecían el sufrimiento, quienes fueron probados encontrarán en el Cielo su recompensa. Pero ¿Y aquellos que permitieron o toleraron estos males? ¿Que debe hacer la Iglesia ante el peligro de la homosexualidad? La Iglesia debe erradicar el vicio y el pecado, especialmente cuando es de una gravedad tan importante como la homosexualidad.
Para cortar estos males desde el origen, corresponde a los padres de los jóvenes castigar a sus hijos si notan en ellos desviaciones de ese talante, a los sacerdotes amonestar paternalmente, pero con dureza si descubren entre los fieles a quienes caen en el pecado innombrable. Los obispos tienen la obligación de excomulgar a los homosexuales públicos y manifiestos e incluso publicar sus nombres a fin de que no puedan acceder a los sacramentos hasta que realicen una debida penitencia pública, y aún así, el Sínodo recomienda que a éstos se les prohíba el acceso a la comunión hasta que no exista duda alguna de un absoluto rechazo a los vicios en los que han caído.
Sin embargo, en caso de que alguien que participó en una unión civil con otra persona de su mismo sexo o que convivió en pecado con otro homosexual, la Iglesia manda que éste no sea reincorporado a la vida común de los fieles y que sólo en caso de peligro de muerte se le de la absolución de sus pecados.
Finalmente, si ocurriera (y Dios no lo permita) que entre los ordenados hubiera homosexuales, los obispos tienen la obligación de actuar de forma inmediata, separándoles del ministerio y solicitando a la Curia el consejo respecto a estos degenerados. Para ellos no puede haber contemplaciones ni piedad. Los clérigos deben ser perfectos, no afectados por ningún vicio en señal de su unión con Cristo. Si entre ellos hay degenerados, amorales, infames o cualesquier tipo de abominables adoradores del Demonio y sus tentaciones, los mismos deben ser expulsados del Cuerpo Místico de Cristo de manera formal y pública, porque ya lo fueron con el sólo cometido de su abominación. Los clérigos homosexuales deben ser excomulgados y sus nombres deben ser públicos, advirtiendo a los fieles. Sus nombres serán prohibidos y quedarán excluidos de las oraciones públicas de la Iglesia.
Para concluir, es necesario que la Iglesia y sus fieles se esfuercen para evitar que en los Estados se promueva la homosexualidad. Deben causar admiración aquellos países de infieles donde no se tolera este mal e incluso es penado con la muerte. El II Sínodo de Mar del Plata y el Santo Padre Alejandro IX, concluyen en el deber de los fieles católicos en formar estados católicos donde la homosexualidad y todas las aberraciones sean penadas por la ley.